Sobre los accidentes

Por Prensa Peruana

Por Jaime Deza

Distraído. Me asomo a la ventana y el matiz grisáceo y penumbroso de Lima me revela que por estos días se transita barnizado del nuevo invierno que nadie sabe describir en qué momento exacto comenzó. Son las cinco de la tarde de un largo sábado y la oscuridad del día me tienta a huir hasta mi cama y enrollarme hasta suspender el último de mis sentidos. Pero nada, aún me encuentro en la oficina esperando la visita de Reynaldo Naranjo, poeta de la generación del 60 con quien edito una serie de libros sobre Manuel Scorza. Sigo distraído. Para conseguir divagar -o si gustan para pensar mejor- me reclino en la silla como si ya estuviera sobre mi cama y me estiro hasta alcanzar en el imaginario de mi cabeza esas ramas que tiritan de frio en la calle. En el instante exacto que las alcanzo: suena el timbre, giro la cabeza, es Reynaldo, hace un gesto con la mano, me está saludando, despierto de mi transe -recuerden: me estaba reclinando- me sorprendo - la silla - me estoy cayendo - sigo cayendo - el piso me queda cerca – desaparecen las ramas – dolor. Pienso: ¡qué roche!

Dicen que los accidentes son como esa luz que nos ciega en la carretera a media noche, incalculable, espesa, inoportuna y que nos rebaza de prisa en sentido contrario y desde otro coche. Que los accidentes son lo que son porque no los podemos prevenir, nos sacan de la secuencia de lo que podemos controlar y simplemente alteran nuestro orden, hasta el punto de modificar incluso para siempre la linealidad de nuestras vidas; más aún: la de los que nos rodean. De pequeño, un accidente se llevó la vida de un perrito muy querido por mí en mi casa, en su reemplazo vino una perra a la que odié hasta que atinadamente la sacrificaron tras diez años de encono y maltratos por parte de ella y por parte de mí. Pienso: ¡ja, yo te sobreviví maldita!

Una vez que Reynaldo llega preocupado hasta donde me encuentro, le digo que ya hice recuento y que no perdí nada, que estoy completo, que gracias, que fue solo un accidente. Repuesto y aún abochornado por ser tan pavo, se inicia la ronda de bromas en torno a la pirueta aire-tierra que acabo de efectuar. Las risas que disipan mi sonrojado rostro se terminan de pronto cuando él -en un gesto propio de su personalidad- corta toda broma, frunce el ceño, me coge el brazo y dice: “Jaime, para accidentes, el que le sucedió a Manuel Scorza… invítame un cigarro y te lo cuento con toda calma.”

Miro de reojo la cajetilla sobre la mesa y recuerdo las palabras de mi profesor de literatura en el colegio cuando, sabiamente, me dijo que los puchos son monedas de cambio y que no deben ser negados jamás; en ese instante le invité el último que me quedaba. Ya después, y haciendo cálculos, esa frase lo hizo ceder más cigarros en rédito mío. Reynaldo se inclina ante el fuego y se repone transformado en el aeda que solo él sabe interpretar.

Manuel Scorza vivía en Francia, y se disponía a realizar un viaje a Perú para dar mayor camino a su famosa empresa Populibros. Una mañana, contesta la llamada de Gabriel García Márquez en la que lo invita a participar de un encuentro de escritores que está organizando en Colombia. Gabo le dice que ya le envío los pasajes de avión y que desea contar con su participación. Scorza le discute un poco el hecho porque ya tiene comprado sus propios pasajes con destino a Lima por esos mismos días y que es un viaje que ya venía retrasando mucho. Gabo insiste con su presencia y que después podría continuar su retorno. Se crea una especie de negociación en torno al asunto de los pasajes ya comprados -Reynaldo me deja entrever con un gesto que como que Manuel era un poco arisco en cuanto al dinero, mientras se señala el codo-. Me río. Gabo insiste, le dice que el viaje con escala en España, lo realizará junto a otros escritores que ya han aceptado participar de este evento. Entre ellos, el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia y la pareja de esposos y críticos uruguayos Ángel Rama y Martha Traba. Manuel lo piensa mucho pero finalmente acepta. En términos diplomáticos: de muy buena gana. El 28 de noviembre de 1983 el Boeing 747 de la compañía Avianca calló a tierra un minuto antes de aterrizar en el aeropuerto de Barajas (Madrid), pereciendo la totalidad de los tripulantes y los trabajadores de la nave. En ese avión iba Manuel Scorza. El dolor sacudió al mundo entero y penetró hasta en el más pequeño recodo real maravilloso de García Márquez.

Enciendo un cigarro y le ofrezco otro a Reynaldo. Sin palabras solo lo miro mientras comprendo que extraña al amigo con quien compartió un departamento de solteros en el piso cinco de un edificio ubicado en la esquina de Larco con Benavides, junto al también fallecido poeta César Calvo y al inacabable escritor Guillermo Thorndike. Los cuatro socios que en ratos de ociosidad total (que era la mayor parte del tiempo según asegura Reynaldo) lanzaban a la calle rollos de papel higiénico para celebrar sus escritos sobrados de pisco y panzones de felicidad.

Los accidentes son eso, insólitos, sorpresivos, incontrolables, muchas veces se llevan vidas y en contraposición muchas veces nos acercan otras. Este nuevo invierno es obra también de un accidente del que espero despertar en verano, sin aviones y sin sillas de por medio.